Sala de columnas - Bayona en verano

Autor

PEDRO G. CUARTANGO

Bayona en verano

EL SOL está a punto de ocultarse por el océano, pero sus últimos rayos iluminan la superficie del mar. Los veleros rezagados se reflejan en el agua como en un espejo. El cielo se torna intensamente azul. Las nubes, inmóviles en esta tarde de bonanza, huelen a globos de algodón de azúcar.

Sólo el granito oxidado por la humedad parece real en esta Bayona acunada por los vientos del Atlántico. Acostumbrado al ajetreo de la ciudad, me adormezco mientras la brisa de poniente refresca los balcones.

Aquí la felicidad consiste en no hacer nada. En leer unas páginas de Cunqueiro escogidas al azar y en saborear un albariño amargo o, tal vez, en acodarse en una esquina para mirar las tejas desgastadas de un pazo.

Se diría que hay en Bayona tanto pasado que no existe el futuro. Ya las legiones romanas hollaron estas playas de arena fina. Como otros que vinieron impulsados por sus velas, su destino se ha desvanecido en la noche de los tiempos.

A esta hora del atardecer, las sombras caen sobre las estrechas rúas de la villa y las ánimas de la Santa Compaña emergen del crucero de la Trinidad. ¿Susurra el viento o son los ecos de sus lamentos?

Todo es posible en esta tierra de monasterios y bosques frondosos, en la que los duendes y las meigas asaltan al paseante por los caminos. Estamos en Galicia y aquí lo real convive sin molestia con lo fantástico.

Pero como el espíritu se nutre de lo material, nada reconforta tanto el alma como una tortilla de patatas de O Refuxio. Siempre nos quedará París y también el olor de las magdalenas de la panadería de O Cruceiro, tiempo recobrado de las mañanas.

Una vez pasé por Combray, pero no quise entrar para no despertar al fantasma de Proust. En cambio, siempre vuelvo a esta Bayona familiar y acogedora, en la que nunca sobra la manta en los húmedos albores del día. Me gusta ver asomarse el sol por encima de las montañas que llevan a Tuy, mirador medieval sobre el Miño.

Sumidos en el trasiego cotidiano de la ciudad, esta tranquilidad es terapéutica. Yo no soy de los que necesitan viajar a Tombuctú para encontrar el sosiego. Me basta mirar cómo salen los pescadores a faenar y tomar un café en las terrazas del puerto. Nada tan distinto como hacer lo mismo todos los días. Eso son las verdaderas vacaciones.